miércoles, 25 de abril de 2007

Hoy puede ser un gran día, o no.

Mariel Fuentes

Hoy puede ser un gran día, plantéatelo así. Que todo cuanto me rodea lo han puesto para mí, y que solo debo sentarme al festín. Durante años comprendí aquella frase, aquella famosa canción, como la fórmula mágica de la felicidad. El buen o mal devenir en esta vida tenía que ver con un planteo voluntarioso. Pero no. He caído en la cuenta de que los grandes días no pueden plantearse…
A menudo pasa que cuanto más se desea “algo”, más ese “algo” demora su llegada hasta nosotros. Y esto no es un invento mío. Buena prueba resulta aquél best seller que enumera todas las pequeñas-grandes desgracias del ser humano, popularmente conocidas como Las Leyes de Murphy. De hecho, mi vida es una continua ilustración de sus fatídicas situaciones: cuando estoy esperando un colectivo de la línea 180 “ramal 155”, no hacen más que llegar los que acusan “por barrio San Alberto”; y si la situación es inversa, los del cartel “ramal 155” parecen multiplicarse ante mis ojos. No quiero desviarme de la cuestión primera. Tampoco pretendo hacer apología del pesimismo. Pero cierto es que aunque me “plantee” que aquél fuera un gran día, el colectivo seguirá pasando delante de mis narices cuando me falten todavía unos veinte metros para llegar a la parada. De nada servirá que me apresure ni que aletee enérgicamente los brazos: el conductor volverá a hacerse el desentendido.
Sin embargo, a pesar de todo lo expuesto, arrimé sospechas a mi negativa visión. Traté de confiar en las insinuantes palabras de Joan Manuel Serrat, y sin demasiados rodeos decidí, el lunes pasado, planteármelo feliz. Pero fue en vano. Asistí a un día híbrido, sin color, sin gestos. En un momento, volviendo del trabajo, una tierna imagen familiar amenazó con desalentar mi teoría, acariciándome el entumecido corazón. Se trataba de una madre que subía a babucha a su hijo (de unos tres años), sobre los hombros de quien aparentaba ser el padre de la criatura. Frente a las dificultades para sostenerse del pequeño, la madre le gritó un escalofriante “¡agarrate bien, tarado!”. Sin palabras.
Pero aún cuando los grandes días no puedan plantearse, esto no significa que no existan. Los grandes días, aquellos que componen lo mejor de nuestra biografía, suceden. Y al revés de lo que postula la canción, son días impensados, insospechados. Nos arrebatan, nos sorprenden. Se asemejan a fatalidades. Aparecen detrás de la puerta menos prometedora. Uno no anda preparándose cada mañana para reconocer, por ejemplo, un gran amor. Pero un gran amor no necesita, y quizá ésta sea su más sagrada condición, de nuestra voluntad.

Distancia

M.F

Me cuesta escribirte a la distancia
y no es porque no te ame, no
todo lo contrario
te amo y aún más
pero me cuesta escribirte a la distancia

¿Será tu poco próxima proximidad
lo que acarrea este raro temblor en mis manos?
¿Será mi falta de sensibilidad
al palpar, gustar y tocar
cuando me falta tu mano compañera?

A esta altura del partido
amor ausente, has de saber
que desde aquí, te espero
tal como espera, el mal alumno, su recreo
y que me cuesta escribirte a la distancia

El violento oficio de esperar

Mariel Fuentes

El tango anuncia que fumando espero, la portada de una revista para futuras mamás señala la dulce espera, y en las ventanillas de venta de entradas de un cine se nos exhorta con un espere su turno, acompañado de una luz relampagueante. Como sea, parece que el mundo entero es una perversa sala de espera. Parafraseando a Walsh podría decirse que esperar es el violento oficio del ser humano, su vocación. Me pregunto si alguien ha llegado a calcular el tiempo destinado a las esperas de un hecho o una cosa, a lo largo de toda una vida. Supongo que no. Me atrevo a garantizar que es mucho mejor así ante la sospecha de que el resultado de aquella suma nos dejaría, literalmente, con los pelos de punta.
La multiplicidad de esperas definen distintos estados emocionales. Digamos que es posible descifrar esperas de acuerdo a olores, colores, sabores. Hay esperas que nos abrazan al vértigo. Turbulentas o maravillosas, como la de los reyes magos y el seis de enero llegando, siempre puntualmente, a entregarnos la tan esperada (o no) recompensa. Esperas furtivas, renacidas, grises, danzantes. Esperas como actos fáciles y soportables Y aquí hace su juego el tiempo, el subjetivo, el relativo, el que derriba o es derrotado por el que señala el reloj en la muñeca.
La Real Academia Española informa que esperar es estar en un lugar o detener una acción hasta que llegue algo o llegue alguien, creer que algo sucederá. Roland Barthes define la espera como el tumulto de angustia suscitado por la espera del ser amado, sometida a la posibilidad de pequeños retrasos (citas, llamadas telefónicas, cartas, atenciones reciprocas):

Espero una llamada, una reciprocidad, un signo prometido: en Erwartung (Espera), una mujer espera a su amante, por la noche, en el bosque; yo no espero más que una llamada telefónica,
pero es la misma angustia1

En la espera, el presente y el futuro se conjugan. La espera es el tiempo que es todos los tiempos en uno. Uno se pasa la vida esperando. Esperando que pasen las horas para hacer esto o aquello. Esperando que el tiempo milagrosamente se detenga para dejarnos prendidos a un instante de éxtasis y plenitud. Esperando que pasen los días y el tiempo, mágicamente, o el correr natural del segundero, produzca un cambio.
De una espera se sale alto o abatido, triunfante o no, satisfechos o aun sedientos. A veces, es ése preciso resultado el que le da sentido a la espera, pero también su viceversa. La llegada de lo que se aguardaba justifica el tiempo destinado a la espera o bien, lo transforma en tiempo perdido. Hay esperas que no culminan nunca, esperas que se demoran una vida. Esperas que se terminan al nacer de otra. Hundidos en lo cotidiano, uno espera la maravilla. Y así vamos llenando el tiempo que precede a lo que viene, esperando.
Y si esperar es todo –o buena parte- de lo que nos espera, será mejor que a pesar de todo -o tal vez por eso mismo- sigamos esperando lo imposible.



1SCHONBERG en: Fragmentos del discurso amoroso. Roland Barthes.